Capítulo VI
Hacía casi dos semanas que la caravana había regresado a sus cuarteles generales de Palmira, cuando Hafid, que dormía en su colchón de, paja en el establo, fue despertado para que se presentara ante Pathros.
De inmediato se presentó en el dormitorio de su señor y quedó de pie vacilante ante la enorme cama que ocultaba casi por completo a su ocupante.
Pathros abrió los ojos y movió trabajosamente las cobijas hasta que se sentó. Tenía el rostro demacrado y en sus manos se observaba una evidente dilatación de las venas. Hafid apenas podía comprender que éste era el mismo hombre con quien había hablado hacía solo doce días.
Pathros le hizo señas para que se acercara, y el joven se sentó con cuidado al borde de la cama esperando que el anciano le hablara. Hasta la voz de Pathros era distinta en timbre y en el tono a la de la última reunión.
—Hijo mío, has tenido muchos días para reexaminar tus ambiciones. ¿Deseas aún ser un gran vendedor?
—Sí, señor.
Pathros asintió con un leve movimiento de su anciana cabeza.
—Que así sea. Había pensado pasar mucho tiempo contigo, pero como lo ves, hay otros planes para mí. Aunque me considero un buen vendedor, no puedo convencer a la muerte para que se aparte de mi puerta. Ha estado rondando por mi puerta durante varios días como perro hambriento junto a la puerta de la cocina. A igual que el perro, sabe que finalmente la puerta quedará sin protección…
Un acceso de tos interrumpió las palabras de Pathros y Hafid se quedó allí sin hacer movimiento alguno, mientras el anciano procuraba trabajosamente recobrar el aliento.
Finalmente cesó la tos y Pathros sonrió débilmente. El tiempo que nos queda es breve, de manera que comencemos. Primero, retira el pequeño cofre de cedro que está debajo de mi cama.
Hafid se puso de rodillas y sacó un pequeño cofre atado con tiras de cuero. Lo levantó y lo colocó suavemente sobre la cama a los pies de Pathros.
El anciano se aclaró la garganta y dijo:
—Hace muchos años, cuando mi condición era más humilde que la de un camellero, tuve el privilegio de salvar a un viajero del Oriente que había sido asaltado por dos bandidos. Insistió que yo le había salvado la vida, y quiso recompensarme, aunque yo no aspiraba a recompensa alguna. Puesto que yo no tenía ni familia ni fondos, me invitó a que regresara con él a su casa y familiares donde fui aceptado como uno de los suyos.
Cierto día, cuando me había acostumbrado ya a mi nueva vida, me enseñó el cofre.
Dentro de él había diez pergaminos de cuero, cada uno de ellos numerado. El primero contenía el secreto de la sabiduría. Los otros contenían todos los secretos y principios necesarios para alcanzar un gran éxito en el arte de vender.
Durante todo el año siguiente se me impartieron enseñanzas respecto de las sabias palabras de los pergaminos, y con el secreto de la sabiduría del primer manuscrito finalmente aprendí de memoria todas las palabras de cada uno de los pergaminos, hasta que se convirtieron en parte integral de mis pensamientos y de mi vida. Se convirtieron en un hábito.
Después de una pausa el anciano continuó:
—Finalmente me regalaron el cofre que guardaba los diez pergaminos, una carta sellada, y una bolsa que contenía 50 monedas de oro. Yo no debía abrir la carta sellada hasta que hubiese perdido de vista a mi hogar adoptivo. Me despedí de la familia y esperé hasta llegar a la ruta comercial hacia Palmira, antes de abrir la carta. La carta me ordenaba tomar las monedas de oro, aplicar lo que había aprendido de los pergaminos y comenzar una nueva vida. Además la carta me mandaba que siempre repartiera la mitad de todas las riquezas que adquiriese entre personas menos afortunadas, pero los pergaminos de cuero no debían ser regalados ni compartidos con ninguno hasta el día que yo recibiera una señal especial que me dijera quién era la persona indicada para recibirlos.
Hafid sacudió la cabeza:
—No le entiendo, señor.
—Te lo explicaré. He vivido alerta durante muchos años, esperando la señal que me descubriera quién era esta persona, y mientras velaba apliqué los principios aprendidos de los pergaminos y amasé una gran fortuna. Casi me había convencido de que una persona tal no se presentaría jamás antes de mi muerte, hasta que regresaste de tu viaje a Belén. Mi primera vislumbre de que tú eras el elegido para recibir los pergaminos la tuve cuando apareciste bajo la estrella rutilante que te había seguido desde Belén. He procurado en mi corazón comprender el significado de este acontecimiento, pero estoy resignado a no desafiar las acciones de los dioses. Luego cuando me dijiste que habías regalado el manto, que tanto significaba para ti, algo dentro de mi corazón me habló y me dijo que mi larga búsqueda había terminado. Había encontrado finalmente a aquel que estaba destinado a recibir el cofre. Y aunque parezca extraño, tan pronto como supe que había encontrado a la persona que buscaba, las fuerzas comenzaron a abandonarme lentamente. Ahora estoy próximo al fin, pero mi larga búsqueda ha terminado y puedo abandonar este mundo en paz.
Aunque su voz desfallecía, el anciano cerró sus huesosos puños y se acercó a Hafid.
—Escucha atentamente, hijo mío, porque no tendré fuerzas para repetir estas palabras.
A Hafid se le llenaron los ojos de lágrimas al acercarse a su señor. Se estrecharon la mano y el gran vendedor respiraba con dificultad.
—Te entrego ahora este cofre con sus valiosos contenidos, pero primero existen ciertas condiciones que debes aceptar. En el cofre hay una bolsa que contiene 100 talentos de oro. Esta suma te alcanzará para vivir y comprar un pequeño abastecimiento de alfombras con el cual podrás iniciarte en el mundo de los negocios. Podría otorgarte grandes riquezas, pero esto te provocaría un terrible perjuicio. Muchísimo mejor será que te conviertas en el vendedor más grande y más rico del mundo por tus propios esfuerzos. Como ves, no me he olvidado de tu meta.
El anciano hizo una pausa y luego prosiguió:
—Sal de esta ciudad de inmediato y ve a Damasco. Encontrarás allí oportunidades ilimitadas para aplicar lo que te enseñarán los pergaminos. Después de haber conseguido alojamiento, abrirás solo el pergamino señalado con el número uno. Lo leerás repetidamente hasta que entiendas por completo el método secreto que expone y que tú emplearás en aprender los principios para alcanzar el éxito como vendedor, y que figuran en los otros pergaminos. A medida que aprendes de cada pergamino, podrás comenzar a vender las alfombras que has comprado, y si combinas lo que aprendes con la experiencia que adquieres, y continúas estudiando cada uno de los pergaminos según las instrucciones, tus ventas aumentarán cada día. Mi primera condición, entonces, es que me prometas bajo juramento que seguirás las instrucciones que contiene el pergamino señalado con el número uno. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señor.
—Bien, bien… Y cuando apliques los principios de los pergaminos, llegarás a ser mucho más rico de lo que hayas soñado jamás. Mi segunda condición es que constantemente repartas la mitad de tu ganancia entre aquellos menos afortunados que tú. No debes apartarte en lo más mínimo de esta condición. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señor.
—Y ahora te expondré la condición más importante de todas. Se te prohíbe compartir con nadie los pergaminos o la sabiduría que en ellos figura. Algún día aparecerá una persona que te dará una señal, así como la estrella y tu conducta altruista y generosa fueron la señal para mí. Cuando esto ocurra, reconocerás esta señal, aún cuando la persona que te la transmita ignore que es ella la escogida. Cuando estés convencido en tu corazón de que estás en lo cierta, le entregarás a él o a ella el cofre y sus contenidos, y cuando esto ocurra no necesitarás imponer condiciones en el que lo recibe como las que me fueron impuestas a mí y que ahora te impongo a ti. La carta que recibí hace tanto tiempo ordenaba que la tercera persona que recibiera los pergaminos, podría compartir su mensaje con todo el mundo si así lo deseaba.
¿Me prometes cumplir esta tercera condición?
—Sí, señor.
Pathros suspiró con alivio, como si le hubiesen quitado de encima un enorme peso.
Sonrió débilmente y acarició con sus manos sarmentosas el rostro de Hafid.
—Toma el cofre y parte. No te veré jamás. Te despido con todo mi cariño y mis buenos augurios para que alcances el éxito, y que tu Lisha, con el tiempo, comparta toda la felicidad que el futuro te deparará.
Hafid no procuró reprimir las lágrimas que corrían por sus mejillas, mientras tomaba el cofre y lo sacaba por la puerta abierta de la habitación. Ya afuera, se detuvo, puso el cofre en el suelo, y se volvió hacia su señor diciendo:
—¿El fracaso nunca me sobrevendrá si mi determinación para alcanzar el éxito es lo suficientemente poderosa?
El anciano sonrió débilmente y asintió con un débil movimiento de la cabeza. Y levantó el brazo en señal de despedida.
Capitulo V
Capítulo V
Hafid cabalgaba lentamente con la cabeza baja de manera que no notaba ya que la estrella esparcía un camino de luz delante de él.
¿Por qué había cometido un acto tan necio? No conocía a esa gente reunida en la cueva.
¿Por qué no había procurado venderles el manto? ¿Qué le diría a Pathros? ¿Y a los demás?
Se revolcarían en el suelo de risa cuando supieran que había regalado el manto que se le había confiado para
vender. Y a un bebé desconocido en una cueva. Se puso a meditar para ver si se le ocurría alguna historia para engañar a Pathros. Quizá podía decirle que le habían robado el manto de las alforjas del asno, mientras él cenaba en el comedor.
¿Creería Pathros tal historia? Era posible, porque había muchos asaltantes en la región. ¿Y aunque Pathros le creyera, no lo censuraría por su descuido?
Ensimismado en sus pensamientos se encontró de pronto en la senda que cruzaba el jardín de Getsemaní. Se bajó del asno y caminó cansadamente delante de él hasta que llegó a la caravana. La luz que brillaba del cielo alumbraba el lugar como si fuese de día, y la confrontación que había temido se le presentó de inmediato al ver a Pathros, fuera de su tienda, observando atentamente los cielos. Hafid se detuvo, sin hacer movimiento, pero el anciano lo vio casi de inmediato.
El anciano se acercó al joven y con una voz que trasuntaba asombro y sobrecogimiento le preguntó:
—¿Has venido directamente de Belén?
—Sí, señor.
—¿No te alarmas que una estrella te haya seguido?
—No lo había observado, señor.
—¿Que no lo habías observado? Me ha sido imposible moverme de este lugar desde que vi por primera vez que la estrella se levantaba sobre Belén hace casi dos horas.
Jamás he visto otra con más color y brillantez. Y luego, mientras la observaba, comenzó a moverse en los cielos y a acercarse a nuestra caravana. Y ahora que está directamente sobre nuestras cabezas, tú apareces, y por dios, ya no se mueve más.
Pathros se acercó a Hafid y estudió el rostro del joven con detenimiento al preguntarle:
—¿Participaste de algún acontecimiento extraordinario mientras te hallabas en Belén?
—No, señor.
El anciano frunció el entrecejo como absorto en sus pensamientos.
—Nunca he pasado una noche como ésta, ni he experimentado nada semejante.
Hafid vaciló y dijo:
—Yo tampoco me olvidaré jamás de esta noche, señor.
—¿Ah, sí? ¿A ti también te pasó algo esta noche? ¿Cómo es que regresas tan tarde?
Hafid guardó silencio mientras el anciano se volvió y comenzó a hurgar en las alforjas del asno de Hafid.
—¡Están vacías! Por fin alcanzaste el éxito. Entra a mi tienda y cuéntame tus experiencias. Puesto que los dioses han convertido la noche en día no puedo dormir y quizá tus palabras me den alguna pista del porqué una estrella siguió a un camellero.
Pathros se reclinó en su catre y escuchó con los ojos cerrados la larga historia de Hafid y las interminables negativas, rechazos e insultos que había tenido que afrontar en Belén. Ocasionalmente asentía con un ligero movimiento de cabeza, como cuando Hafid describió al mercader de artículos de alfarería que lo expulsó a viva fuerza de su negocio, y sonrió cuando el joven le narró la historia del soldado romano que le arrojó el manto en la cara a Hafid, cuando el joven vendedor se había negado a rebajar el precio.
Finalmente Hafid, con una voz ronca y velada, describía todas las dudas que lo habían asediado en la posada esa misma noche. Pathros lo interrumpió diciéndole:
—Hafid, haz memoria y cuéntame con detalles todas las dudas que pasaron por tu mente mientras sentado allí te lamentabas de tu propia suerte.
Cuando Hafid había mencionado todas sus dudas lo mejor que podía, el anciano le preguntó:
—Ahora bien, ¿qué pensamiento vino a tu mente que desalojó las dudas y te impartió nuevo valor para procurar de nuevo vender el manto a la mañana siguiente?
Hafid pensó por unos momentos en su respuesta y luego dijo:
—Pensé solo en la hija de Calneh. Aún en aquella asquerosa posada sabía que no me atrevería jamás a verle la cara de nuevo si fracasaba.
Y con voz quebrantada, Hafid dijo:
—Pero de todos modos, le fracasé.
—¿Has fracasado? No te entiendo. El manto no ha regresado contigo.
Con una voz que parecía un murmullo, tan baja que Pathros tuvo que inclinar el cuerpo hacia adelante para oír, Hafid relató el incidente de la cueva, del bebé y del manto.
Mientras el joven hablaba, Pathros lanzaba miradas repetidas a la puerta de la tienda y al resplandor que aún iluminaba el campamento. Una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro perplejo y no se dio cuenta que el joven había dejado de contar la historia y ahora sollozaba.
De pronto cesaron los sollozos y reinó el silencio en la espaciosa tienda. Hafid no se atrevía a levantar la vista. Había fracasado, demostrando con su fracaso que no estaba preparado para otra labor que no fuera la de camellero. Venció el impulso de ponerse de pie y salir corriendo de la tienda. Luego sintió sobre sus hombros la mano del gran vendedor y con esfuerzo levantó los ojos y los fijó en Pathros.
—Hijo mío, este viaje no ha sido de mucho beneficio para ti.
—No, señor.
—Pero lo ha sido para mí. La estrella que te siguió me ha curado de una ceguera que me cuesta admitir. Te explicaré este asunto sólo después de nuestro regreso a Palmira.
Ahora te haré una solicitud.
—Sí, señor.
—Nuestros vendedores comenzarán a llegar de regreso a la caravana mañana antes de la puesta del sol, y sus animales necesitarán cuidado. ¿Estás dispuesto por ahora a retornar a tu trabajo de camellero?
Hafid se puso de pie resignadamente y se inclinó ante su benefactor.
—Lo que me pida, eso haré… Y le pido disculpas por mi fracaso.
—Ve, entonces, y prepárate para el retorno de nuestros vendedores, y nos veremos de nuevo cuando lleguemos a Palmira.
Al salir de la tienda, Hafid quedó enceguecido por un instante por la brillante luz que alumbraba el lugar. Se restregó los ojos y oyó que Pathros lo llamaba desde el interior de la tienda.
El joven se dio vuelta y entró de nuevo, esperando que el anciano le hablara. Pathros lo señaló con la mano y le dijo:
—Duerme en paz porque no has fracasado.
La estrella brillante alumbró el campamento durante toda la noche.
Hafid cabalgaba lentamente con la cabeza baja de manera que no notaba ya que la estrella esparcía un camino de luz delante de él.
¿Por qué había cometido un acto tan necio? No conocía a esa gente reunida en la cueva.
¿Por qué no había procurado venderles el manto? ¿Qué le diría a Pathros? ¿Y a los demás?
Se revolcarían en el suelo de risa cuando supieran que había regalado el manto que se le había confiado para
vender. Y a un bebé desconocido en una cueva. Se puso a meditar para ver si se le ocurría alguna historia para engañar a Pathros. Quizá podía decirle que le habían robado el manto de las alforjas del asno, mientras él cenaba en el comedor.
¿Creería Pathros tal historia? Era posible, porque había muchos asaltantes en la región. ¿Y aunque Pathros le creyera, no lo censuraría por su descuido?
Ensimismado en sus pensamientos se encontró de pronto en la senda que cruzaba el jardín de Getsemaní. Se bajó del asno y caminó cansadamente delante de él hasta que llegó a la caravana. La luz que brillaba del cielo alumbraba el lugar como si fuese de día, y la confrontación que había temido se le presentó de inmediato al ver a Pathros, fuera de su tienda, observando atentamente los cielos. Hafid se detuvo, sin hacer movimiento, pero el anciano lo vio casi de inmediato.
El anciano se acercó al joven y con una voz que trasuntaba asombro y sobrecogimiento le preguntó:
—¿Has venido directamente de Belén?
—Sí, señor.
—¿No te alarmas que una estrella te haya seguido?
—No lo había observado, señor.
—¿Que no lo habías observado? Me ha sido imposible moverme de este lugar desde que vi por primera vez que la estrella se levantaba sobre Belén hace casi dos horas.
Jamás he visto otra con más color y brillantez. Y luego, mientras la observaba, comenzó a moverse en los cielos y a acercarse a nuestra caravana. Y ahora que está directamente sobre nuestras cabezas, tú apareces, y por dios, ya no se mueve más.
Pathros se acercó a Hafid y estudió el rostro del joven con detenimiento al preguntarle:
—¿Participaste de algún acontecimiento extraordinario mientras te hallabas en Belén?
—No, señor.
El anciano frunció el entrecejo como absorto en sus pensamientos.
—Nunca he pasado una noche como ésta, ni he experimentado nada semejante.
Hafid vaciló y dijo:
—Yo tampoco me olvidaré jamás de esta noche, señor.
—¿Ah, sí? ¿A ti también te pasó algo esta noche? ¿Cómo es que regresas tan tarde?
Hafid guardó silencio mientras el anciano se volvió y comenzó a hurgar en las alforjas del asno de Hafid.
—¡Están vacías! Por fin alcanzaste el éxito. Entra a mi tienda y cuéntame tus experiencias. Puesto que los dioses han convertido la noche en día no puedo dormir y quizá tus palabras me den alguna pista del porqué una estrella siguió a un camellero.
Pathros se reclinó en su catre y escuchó con los ojos cerrados la larga historia de Hafid y las interminables negativas, rechazos e insultos que había tenido que afrontar en Belén. Ocasionalmente asentía con un ligero movimiento de cabeza, como cuando Hafid describió al mercader de artículos de alfarería que lo expulsó a viva fuerza de su negocio, y sonrió cuando el joven le narró la historia del soldado romano que le arrojó el manto en la cara a Hafid, cuando el joven vendedor se había negado a rebajar el precio.
Finalmente Hafid, con una voz ronca y velada, describía todas las dudas que lo habían asediado en la posada esa misma noche. Pathros lo interrumpió diciéndole:
—Hafid, haz memoria y cuéntame con detalles todas las dudas que pasaron por tu mente mientras sentado allí te lamentabas de tu propia suerte.
Cuando Hafid había mencionado todas sus dudas lo mejor que podía, el anciano le preguntó:
—Ahora bien, ¿qué pensamiento vino a tu mente que desalojó las dudas y te impartió nuevo valor para procurar de nuevo vender el manto a la mañana siguiente?
Hafid pensó por unos momentos en su respuesta y luego dijo:
—Pensé solo en la hija de Calneh. Aún en aquella asquerosa posada sabía que no me atrevería jamás a verle la cara de nuevo si fracasaba.
Y con voz quebrantada, Hafid dijo:
—Pero de todos modos, le fracasé.
—¿Has fracasado? No te entiendo. El manto no ha regresado contigo.
Con una voz que parecía un murmullo, tan baja que Pathros tuvo que inclinar el cuerpo hacia adelante para oír, Hafid relató el incidente de la cueva, del bebé y del manto.
Mientras el joven hablaba, Pathros lanzaba miradas repetidas a la puerta de la tienda y al resplandor que aún iluminaba el campamento. Una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro perplejo y no se dio cuenta que el joven había dejado de contar la historia y ahora sollozaba.
De pronto cesaron los sollozos y reinó el silencio en la espaciosa tienda. Hafid no se atrevía a levantar la vista. Había fracasado, demostrando con su fracaso que no estaba preparado para otra labor que no fuera la de camellero. Venció el impulso de ponerse de pie y salir corriendo de la tienda. Luego sintió sobre sus hombros la mano del gran vendedor y con esfuerzo levantó los ojos y los fijó en Pathros.
—Hijo mío, este viaje no ha sido de mucho beneficio para ti.
—No, señor.
—Pero lo ha sido para mí. La estrella que te siguió me ha curado de una ceguera que me cuesta admitir. Te explicaré este asunto sólo después de nuestro regreso a Palmira.
Ahora te haré una solicitud.
—Sí, señor.
—Nuestros vendedores comenzarán a llegar de regreso a la caravana mañana antes de la puesta del sol, y sus animales necesitarán cuidado. ¿Estás dispuesto por ahora a retornar a tu trabajo de camellero?
Hafid se puso de pie resignadamente y se inclinó ante su benefactor.
—Lo que me pida, eso haré… Y le pido disculpas por mi fracaso.
—Ve, entonces, y prepárate para el retorno de nuestros vendedores, y nos veremos de nuevo cuando lleguemos a Palmira.
Al salir de la tienda, Hafid quedó enceguecido por un instante por la brillante luz que alumbraba el lugar. Se restregó los ojos y oyó que Pathros lo llamaba desde el interior de la tienda.
El joven se dio vuelta y entró de nuevo, esperando que el anciano le hablara. Pathros lo señaló con la mano y le dijo:
—Duerme en paz porque no has fracasado.
La estrella brillante alumbró el campamento durante toda la noche.